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Estragos silenciosos del azote de María

 

Mayo del 2019. Era primavera sin aires de pandemia, azotaba el calor más por dentro que por fuera. Tocaba el terrible boleto sin regreso, bastarían dos horas y 45 minutos para unirme a los que son de allá, pero viven acá (Florida). Sería una más de la famosa diáspora que vive y sueña en suelo americano.

¿La razón? El 20 de septiembre del 2017, sobreviví al huracán María, pero no a sus estragos. Debido a cortes gubernamentales, un año después, me quedé sin trabajo y sin recursos. Por lo que meses después tocaba emigrar y ser una más en la fatídica estadística de 200,000 boricuas que dejaron a Puerto Rico después del huracán.

Aquel sábado, nos dieron las 4:00pm en la marquesina de la casa de mi mamá e hice lo que mejor sabía, fingir. Apreté los dientes, miré al cielo, respiré profundo, tragué hondo, vi a las personas que amo, sonreí y dije adiós desde la ventana del carro mientras se perdían nuestras miradas. “Que nadie te vea llorar, no debes darles más tristezas”, pensé. 

Seis maletas, una computadora y una cartera vieja, que todavía conservo. Mi apartamento, mi carro, mis cosas, mis amigas se quedaban en el 100 x 35. Estaba consciente y dispuesta a comenzar una nueva vida con la esperanza de un futuro mejor. Tenía fe, había subido montañas antes, pero esta vez pesaba.

Con aquel aterrizaje en Miami traspasé la línea de la zona de confort, el llamado punto sin retorno y pesaba. Días después, comencé a paralizarme, crecía el sentimiento de impotencia y buscaba excusas para no salir de la nueva casa temporera. No quería enfrentar otro idioma, no quería ver personas cuyas facciones no eran familiares, incluso me alejaba de mis personas favoritas. 

Quería demostrar que todo estaba bien, que estaba mejor, y mientras más fingía, más pesaba. Me preocupé poco por mi nivel de energía y descartaba ideas, metas o sueños sin que se llegarán a formar. Me traicionaba junto con todos los valores que siempre había defendido. Buscaba estar ocupada en cosas que al final no me llevaban a ninguna parte, ni me ayudaban avanzar.

«Quería parar de sufrir, eliminar el dolor de raíz, pero sin enfrentarlo»

Entonces ¿cómo salí de ese estado casi comatoso? Me miré un día al espejo y no me reconocí, porque no me encontré. Decidí que necesitaba ayuda y comencé a seguir varios coach, compré libros. Y lo primero que aprendí fue: que solo yo era capaz de rescatarme. Me hice preguntas, compré más libros y no hubo un día que no leyera, escuchará o viera algo de crecimiento o motivación personal.

Las piezas empezaron a encajar cuando como dice mi mamá “cogí el toro por los cuernos”, pero esta vez, no para demostrar que todo estaba bien, sino para bajar al pozo. 

Caí de rodillas, fui sacando la tierra, hice puños, se me arrugó el corazón, lo abracé, me perdoné, me sentí expuesta y me cegué con las lágrimas hasta reconocer que el ¿qué dirán? me restaba posibilidades, que no me negaban oportunidades, sino que yo dejé de buscarlas. Cree una imagen de mi completamente falsa y me sumergía en mis circunstancias.

Imagen 2

Empecé hacer las paces para dejar de sentir que era mala madre por separar a mi hijo de su familia y amigos o que era mala hija por dejar a mis padres en la Isla. Dolió aceptar que eran más los enemigos que los amigos y que sí, el camino estaba empinado y lleno de tierra, pero que si estaba completa e integrada sería capaz de disfrutarlo.

Casi seis meses después comencé a mudar a Karina, la fui aterrizando. Me enfoqué en ser útil, funcional, recuperar mi creatividad y preocuparme por mis fortalezas. Comencé a cerrar capítulos y a cuestionarme por haber perdido la confianza en mi capacidad profesional. Me preocupé por ser antes que hacer.

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Comencé a ser la Karina que se arreglaba, la que hacía ejercicios, la que le gustaba decorar la casa con cosas que le hicieran sonreír y le dieran paz. La que enciende velas, se baña con olores de menta, lee, escribe y escucha música cristiana mientras cocina.

El peso se fue alivianando, mientras las heridas de la vergüenza, el miedo a la crítica y el dolor de la nostalgia se volvían intensos, y al mismo tiempo, sanadores. Fue entonces cuando entendí las palabras de la best seller, Brené Brown:

“El dolor demanda sentirse, huir no lo elimina, lo posterga. Huir lo hace más duro»

Cuatro años después, siento miedo y valentía a la vez, sigo asustada, pero viva. Salí del secuestro, de encontrar el alivio escondiéndome, de echar culpas, de atacar, de intentar agradar o de ser fuerte. Vamos que no estoy ni cerca, pero practico todos los días para ser la responsable de escribir mi historia, no la que me contaron, ni la que cree… la real.

Definitivamente, como dice Brown: «no podemos ser valientes en el mundo exterior sin tener el valor de atender nuestros miedos y caídas, porque solo así nos levantaremos más fuertes y preparados para luchar».  

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Por eso, la pregunta que les tengo es: ¿Cuán dispuesto estas para bajar al pozo y resurgir de la tierra? ¿Cuál es el precio que te arriesgarías a pagar para asumir la responsabilidad de liberarte de la falsa historia que te cuentan o te cuentas y ser el único autor de tu vida? 

Discurso utilizado para la certificación como Coach, oradora y entrenadora en Liderazgo de John Maxwell Team 2020 y la competencia de oratoria internacional de Toastmaster 2021, ganando el segundo lugar.

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Publicado por Karinamarie

Life Coach, Speaker y Entrenadora Certificada. Licenciada en Relaciones Públicas con Master en Redacción para los medios de comunicación. Amante de la lectura y la escritura. Miembro del John Maxwell Team y del Club Toastmaster del Sur de la Florida.

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